miércoles, 5 de junio de 2013

Uno

Se intuía la llegada de la noche en las partes más altas del cielo, pero la oscuridad aún tardaría en alcanzar el horizonte. Hacía rato que la gente había empezado a abandonar la playa, y todavía se escuchaba el ajetreo de su marcha, de familias que sacudían toallas y cerraban sombrillas, de padres que llamaban a sus hijos para poder regresar a casa, y de niños que acudían a la llamada de sus padres a regañadientes.
            Aquel mes de mayo había sido tranquilo pero efímero, y yo aprovechaba mis últimos momentos de calma y descanso antes de empezar a estudiar para los exámenes. Me acosté sobre la toalla y cerré los ojos concentrada en el sonido de las olas al romper en la orilla, y no pasaron muchos minutos hasta que una voz me sobresaltó:
¾¡Eh! ¡Tú! ¿Qué te crees que estás haciendo?
A partir de ese momento todo sucedió muy rápido. Me incorporé al escuchar los gritos de aquel chico, y segundos después lo vi pasar por encima de mi toalla a toda velocidad. Fue entonces cuando me percaté de que mi bolso ya no estaba a mi lado, y a unos cuantos metros el desconocido que acababa de sobresaltarme se lanzó sobre un muchacho seguramente más joven que yo para arrancarle mi bolso de las manos. Yo me levanté de inmediato y corrí hacia él mientras el ladrón se liberaba de sus brazos y huía sin mirar atrás. Sujeté al chico que me había ayudado por el hombro al ver que pretendía seguirle.
            ¾Muchas gracias – le dije. Él me devolvió el bolso.
            ¾Tienes que tener más cuidado con tus cosas. No te puedes fiar de nadie – respondió con la rabia aún candente en su voz. Se agarraba la cadera con las manos, recuperándose del esfuerzo. Casi podía sentir el subidón de adrenalina que le agitaba la respiración.
            Sonreí.
            ¾Creo que nos podemos fiar de casi todo el mundo, pero tendré más cuidado. Muchas gracias, de verdad. No muchos habrían hecho esto.
            ¾No hay de qué. Asegúrate de que no te falta nada.
            Seguí su consejo y exploré a fondo el interior del bolso.
            ¾Vaya… No está la cartera…
            ¾Tendrías que haberme dejado ir tras él. Al final ese cabrón se ha salido con la suya.
            ¾Bueno, no llevaba mucho dinero y he recuperado las llaves. Hubiera sido una faena perderlas – dije intentando encontrar el lado positivo al asunto, aunque en el fondo me lamentaba al pensar que tendría que renovar todos los documentos que guardaba en la cartera –. No sabes cuánto te agradezco lo que has hecho por mí. ¿Hay algo que pueda hacer para compensarte?
            ¾Podrías invitarme a un helado – sugirió entre risas.
            ¾¡Qué gracioso! – exclamé irónicamente, sonriendo. Nos miramos unos segundos en silencio, y luego me dispuse a regresar a mi toalla –. En fin… Gracias de nuevo.
            ¾¿Cómo te llamas? – se apresuró a preguntar cuando me di la vuelta.
            ¾Lidia.
            ¾Yo soy Arán.
            ¾Encantada de conocerte, Arán. Me gusta mucho tu nombre.
            ¾Gracias.
            Le sonreí por última vez antes de girarme de nuevo, pero su voz volvió a detenerme.
            ¾Oye, ¿y puedo invitarte yo a un helado? O a lo que te apetezca.
            Lo pensé unos segundos.
            ¾¿Una cerveza?
            ¾Hecho. Conozco un bar genial por aquí cerca. ¿Te parece?
            ¾Claro.
            ¾Podemos irnos cuando tú quieras. Avísame, ¿de acuerdo? Estoy con ellos – dijo con voz nerviosa mientras señalaba un grupo de chicos cerca de mi toalla.
            ¾Solo tengo que recoger mis cosas, así que… por mí podemos irnos ya.
            Temí sonar demasiado ansiosa por ir a tomar algo con él, pero la ilusión que vi en sus ojos fue suficiente para tranquilizarme. Lo observé disimuladamente mientras se ponía la camiseta, se colgaba la mochila al hombro, doblaba la toalla sobre su brazo y hablaba con sus amigos. Tenía el pelo de color avellana y revuelto. Me imaginé enredando en mis dedos los mechones que le caían desordenados sobre la frente y la nuca. Era alto y de cuerpo atlético, y sus ojos, verdes e intensos, llenos de fuerza y bondad, me recordaban a los bosques del norte que conocí de pequeña, esos mágicos bosques de cuento y fantasía. Hasta entonces había intentado ignorar los latidos descontrolados que golpeaban mi pecho, queriendo pensar que se debían únicamente al incidente con el ladrón, pero en ese momento no pude más que admitir que aquel chico había conseguido despertar en mí un sentimiento que llevaba acallado mucho tiempo y que ya creía perdido.

            No hablamos mucho durante el trayecto de la playa al bar, pero una vez allí la conversación llegó sola y terminó siendo tan intensa y fluida que perdimos la noción del tiempo. Lo más extraño fue que comenzamos discutiendo temas menos superficiales como política, religión y filosofía, dejando para el final lo propio de dos personas que todavía se están conociendo: gustos, aficiones…
            ¾¿Y a qué te dedicas? – me preguntó.
            ¾Estudio primero de Psicología. ¿Y tú?
            ¾Terminé Veterinaria el año pasado.
            ¾¡Vaya! Entonces tienes… ¿veintidós años?
            ¾Casi aciertas – rió –. Veintitrés.
            ¾Yo solo tengo diecinueve.
            ¾No piensas como una chica de diecinueve – añadió él con calma, seguramente al notar la inseguridad en mi voz.
            Sonreí y bajé la mirada, sintiendo cómo se sonrojaban mis mejillas.
            ¾Supongo que te gustan los animales – dije.
            Se echó a reír y yo me relajé un poco.
            ¾Me encantan. De hecho, soy vegetariano.
            ¾¿En serio? – Noté en su expresión que le había incomodado mi respuesta, o quizás fue un atisbo de decepción –. No me malinterpretes, es solo que me sorprende porque yo también soy vegetariana, y no he conocido a muchas personas que hayan renunciado a la carne.
            Sus labios formaron una ligera sonrisa. Era de noche y nos envolvían las luces del bar y las farolas y el bullicio procedente de las mesas de alrededor. Sentía la piel pegajosa por el agua de mar y la arena, y el pelo pesado y revuelto, pero no me importaba.
            ¾Voy a pedir otra ronda – dijo.
            ¾No, Arán. Me has invitado ya a tres cervezas, y se supone que era yo la que debía compensarte por lo que has hecho.
            ¾Creo que ya he obtenido recompensa por mi buena acción de hoy. Deja que te invite a una más, por favor. ¿O quieres irte ya?
            No quería irme. Deseaba pasar el resto de la noche hablando con él, mirándole, conociéndole. Por primera vez en mucho tiempo sentía que encajaba con alguien, que podía compartir con él pensamientos que normalmente me veía obligada a mantener ocultos sabiendo que a cambio no iba a recibir una respuesta de incomprensión o indiferencia. Sentía que por fin podía verbalizar mis verdaderas inquietudes, mis ideas, mis ambiciones, con la seguridad de que no iba a ser juzgada. Era una sensación que hasta entonces no conocía, y fue en ese momento cuando descubrí cuánto había necesitado siempre sentir aquello.
            ¾¿Esas son las dos únicas opciones? ¿Irme o que me invites?
            ¾Sabes que no. Pero, por favor, solo una más.
            ¾De acuerdo. Pero solo una más.
            ¾Qué frase más típica. En las películas esa expresión suele ir seguida de una enorme borrachera.
            ¾¿Pretendes emborracharme? – bromeé.
            ¾Creo que no te vas a dejar.
            Arán pidió una ronda más, y cuando nos trajeron las cervezas y cogí mi vaso, miró mis manos con curiosidad.
            ¾Tienes uñas de guitarrista – observó –, largas las de la mano derecha y cortas las de la izquierda.
            ¾Toco la guitarra. Un poco.
            ¾¿Un poco?
            ¾Solo lo básico. Me cuesta mucho aprender, porque una vez que sé hacer algo me dedico a eso y dejo de lado lo que aún no domino.
            ¾¿Acústica?
            ¾Sí.
            ¾¿Y qué sueles tocar?
            Me encogí de hombros y di un trago a la cerveza.
            ¾Normalmente mis propias canciones.
            ¾¡Vaya! ¿Compones y todo? ¿Y qué estilo musical?
            ¾Pues… suelo hacer pop.
            ¾Oh… – Me sorprendió mucho su tono de decepción y le dediqué una mirada interrogante –. ¿Y es esa la música que escuchas?
            ¾No es lo que suelo escuchar. Me gustan más el rock y el heavy metal. ¿Por qué sospecho que es justo lo que querías oír? ¿Eres de esos que odian el pop?
            ¾Me temo que sí.
            Entonces fui yo la que se sintió un poco decepcionada.
            ¾¿Y por qué? ¿Qué tiene de malo el pop? Quiero decir… Entiendo que no te guste, pero no comprendo esa decepción al escuchar que compongo canciones pop.
            ¾Bueno, más que al pop, mi odio es hacia la música comercial.
            ¾Creo que sé perfectamente la discusión que estamos a punto de tener – sonreí –. Tú me dirás que la música comercial es vacía e intrascendente, poco elaborada, que te da rabia que sea la que más vende y que haya tanta gente que no sabe apreciar el complejo trasfondo de una canción bien hecha, que no es capaz de sentir la profundidad y belleza de cada acorde, de cada nota, de cada palabra, y que, sin embargo, sí pueda transmitirle eso una canción insustancial, superficial, sin más objetivo que el de hacer dinero. Y yo te diré que cada estilo musical tiene una función, que todos son necesarios, y que una canción vacía, intrascendente, poco elaborada, insustancial y superficial puede transmitir sensaciones importantes porque todos tenemos un lado que es capaz de identificarse con lo vacío, intrascendente, poco elaborado, insustancial y superficial. Y después de todo eso, tú me dirás que no has cambiado de idea.
            ¾Pues quizás deberíamos ahorrarnos el debate.
            ¾Eso creo.
            ¾¿Y cuál es tu lado que se identifica con lo vacío, intrascendente, poco elaborado, insustancial y superficial? No consigo verlo. Ni siquiera intuirlo. En realidad, ni siquiera imaginarlo.
            Volví a sonreír.
            ¾Pues es una parte de mí de la que no podría prescindir. Creo que todo mi optimismo procede de ese “lado oscuro”.
            Soltó una carcajada.
            ¾Y a parte de estudiar Psicología, tocar la guitarra y componer, ¿qué más sueles hacer?
            ¾Me encanta escribir. Empiezo novelas que nunca termino. De hecho, empecé una hace algunos meses y el protagonista se llama como tú.
            ¾¿Ah, sí?
            ¾Sí, suelo utilizar nombres poco comunes y pensé que Arán le iba bien al personaje.
            ¾¿Por qué? ¿Es tan guapo e inteligente como yo? – bromeó.
            Me eché a reír y él me giñó un ojo.
            ¾Sí, aunque también es un manipulador, un chico que siente la necesidad de jugar con otras personas, de utilizarlas, de conocer cómo funcionan sus mentes para después manejarlos como títeres.
            ¾Vaya.
            ¾Pero en el fondo lo hace porque se siente vacío. Le resulta muy difícil sentir algo en su interior, y manipular a otros despierta en él un odio hacia sí mismo cada vez más fuerte, y eso le hace infeliz, pero es la única manera que conoce de sentirse vivo. Y más allá de eso, mi intención con esa novela es reflejar cómo no somos realmente culpables de lo que hacemos, ya que lo que somos, nuestra conducta y nuestra forma de pensar depende únicamente de nuestros genes, la experiencia y la situación. El título es Inocentes asesinos.
            ¾¿No crees que exista la voluntad?
            ¾La voluntad sí, porque tomamos decisiones siendo conscientes de que hay más alternativas posibles. Pero, ¿de qué depende que tomemos una decisión u otra? De nuestra forma de ser, de ver e interpretar la situación. Y eso, desde luego, no creo que lo elijamos nosotros.
            ¾No estoy del todo de acuerdo. También decidimos cómo queremos ser, podemos decidir cambiar.
            ¾Pero esa decisión, al igual que las demás, la tomamos en base a cómo somos previamente.
            ¾Pensar eso es asumir que no somos libres.
            ¾Depende de lo que entiendas por libertad. Obviamente, no soy partidaria de pasarme la vida de brazos cruzados porque, total, nada depende de mí.
            Sus ojos recorrieron mi rostro con curiosidad y calidez. Vi que se detenían en mis labios y eso me puso nerviosa. Me temblaba la mano sobre la mesa, así que decidí apartarla para disimular mi agitación, pero él me detuvo colocando los dedos encima suavemente, acariciándome. Noté que también estaba nervioso.
            ¾Eres una chica muy especial. No lo digo por decir, de verdad lo eres. Y eso… me encanta.
            No sabía qué responder. Pensaba lo mismo de él, pero no me atreví a decírselo, así que me limité a sonreír.
            ¾Gracias.
            Antes de que pudiéramos decir nada más, sonó su móvil y retiró la mano de la mía para sacarlo del bolsillo. Después de una breve conversación por teléfono, que me hizo temer lo peor, colgó y resopló.
            ¾Tengo que irme. Mi compañero de piso se ha dejado las llaves dentro y no puede entrar.
            ¾Vaya…
            ¾Pronto me iré a vivir solo, el mes que viene. Tengo muchas ganas, este chico es la persona más desastrosa que he conocido.
            ¾¿Pero te quedas en la ciudad?
            Sonrió al descubrir mi interés.
            ¾Sí. Voy a alquilar un estudio por el centro. Ya tengo el contrato y todo, solo queda el traslado.
            ¾¿Ah, sí? Yo vivo en un estudio del centro.
            ¾Genial, espero que podamos vernos de vez en cuando. Si a ti te parece bien.
            ¾Claro.
            ¾Entonces… ¿podrías darme tu número? No quiero dejar pasar la oportunidad de conocerte mejor.
            ¾¿Por qué no me das tú el tuyo?
            ¾Oh… no – dijo llevándose la mano al pecho como si le hubiese roto el corazón, en un gesto melodramático –. ¿Vas a hacerme esto?
            ¾No es lo que estás pensando. No lo he sugerido para que no puedas contactar conmigo. Quiero volver a verte. Sé que suena extraño, pero no recuerdo mi número y no me he traído el móvil.
            ¾Bueno, en ese caso… – Se inclinó un poco hacia atrás para buscar al camarero con la mirada, y cuando lo localizó le hizo un gesto para que se acercara – Disculpe, ¿me cobra y me presta un bolígrafo, por favor?
            El hombre sacó un boli del bolsillo de la camisa y se lo ofreció. Después le cobró la cuenta. Arán escribió su número en una servilleta y me la dio. Había dibujado una carita sonriente detrás del último dígito.
            ¾¿Tienes Whatsapp? – le pregunté.
            ¾Sí. ¿Hablamos luego?
            ¾Hablamos luego.
            Abandonamos la mesa y me acompañó hasta la parada del autobús. Durante el paseo, más breve de lo que me hubiese gustado, estuvo haciendo bromas sobre mi gusto musical, mientras yo no dejaba de pensar que ojalá su compañero de piso hubiese sido menos despistado. Cuando llegamos a la parada me agarró de la mano y tiró de ella suavemente para acercarme a él.
            ¾Espero poder escuchar tus canciones algún día – susurró, con su rostro a escasos centímetros del mío. No podía dejar de mirar sus labios.
            ¾No creo que te gusten.
            ¾Yo creo que sí.
            Con la otra mano me acarició la mejilla y me colocó un mechón rebelde tras la oreja. Me estremecí.
            ¾¿Aceptarías el beso de un desconocido? – me preguntó con dulzura, sonriendo.
            ¾Tal vez si es un desconocido muy especial.
            Sentí sus labios rozar los míos y cerré los ojos. Mientras me besaba llegó el autobús, y después de un último beso, fugaz como aquella noche, nos despedimos.

            Llegué a casa recordando mis dedos perdiéndose en su pelo y el sabor de sus labios. Había sido un día mágico. Empecé a buscar el móvil en cuanto entré por la puerta, y cuando al fin di con él me dispuse a guardar el número de Arán en la agenda. Pero la servilleta, donde estaban escritos los nueve dígitos que podían llevarme a él de nuevo, no apareció. La busqué hasta darme por vencida. Nunca llegué a encontrarla. Y pasé el resto de aquella noche tan especial llorando hasta quedarme dormida.