Se intuía la
llegada de la noche en las partes más altas del cielo, pero la oscuridad aún
tardaría en alcanzar el horizonte. Hacía rato que la gente había empezado a
abandonar la playa, y todavía se escuchaba el ajetreo de su marcha, de familias
que sacudían toallas y cerraban sombrillas, de padres que llamaban a sus hijos
para poder regresar a casa, y de niños que acudían a la llamada de sus padres a
regañadientes.
Aquel mes de mayo había sido
tranquilo pero efímero, y yo aprovechaba mis últimos momentos de calma y
descanso antes de empezar a estudiar para los exámenes. Me acosté sobre la
toalla y cerré los ojos concentrada en el sonido de las olas al romper en la
orilla, y no pasaron muchos minutos hasta que una voz me sobresaltó:
¾¡Eh! ¡Tú! ¿Qué te crees que estás
haciendo?
A
partir de ese momento todo sucedió muy rápido. Me incorporé al escuchar los
gritos de aquel chico, y segundos después lo vi pasar por encima de mi toalla a
toda velocidad. Fue entonces cuando me percaté de que mi bolso ya no estaba a mi
lado, y a unos cuantos metros el desconocido que acababa de sobresaltarme se
lanzó sobre un muchacho seguramente más joven que yo para arrancarle mi bolso
de las manos. Yo me levanté de inmediato y corrí hacia él mientras el ladrón se
liberaba de sus brazos y huía sin mirar atrás. Sujeté al chico que me había
ayudado por el hombro al ver que pretendía seguirle.
¾Muchas gracias – le dije. Él me
devolvió el bolso.
¾Tienes que tener más cuidado con
tus cosas. No te puedes fiar de nadie – respondió con la rabia aún candente en
su voz. Se agarraba la cadera con las manos, recuperándose del esfuerzo. Casi
podía sentir el subidón de adrenalina que le agitaba la respiración.
Sonreí.
¾Creo que nos podemos fiar de casi
todo el mundo, pero tendré más cuidado. Muchas gracias, de verdad. No muchos
habrían hecho esto.
¾No hay de qué. Asegúrate de que
no te falta nada.
Seguí su consejo y exploré a fondo
el interior del bolso.
¾Vaya… No está la cartera…
¾Tendrías que haberme dejado ir
tras él. Al final ese cabrón se ha salido con la suya.
¾Bueno, no llevaba mucho dinero y
he recuperado las llaves. Hubiera sido una faena perderlas – dije intentando
encontrar el lado positivo al asunto, aunque en el fondo me lamentaba al pensar
que tendría que renovar todos los documentos que guardaba en la cartera –. No
sabes cuánto te agradezco lo que has hecho por mí. ¿Hay algo que pueda hacer
para compensarte?
¾Podrías invitarme a un helado –
sugirió entre risas.
¾¡Qué gracioso! – exclamé irónicamente,
sonriendo. Nos miramos unos segundos en silencio, y luego me dispuse a regresar
a mi toalla –. En fin… Gracias de nuevo.
¾¿Cómo te llamas? – se apresuró a
preguntar cuando me di la vuelta.
¾Lidia.
¾Yo soy Arán.
¾Encantada de conocerte, Arán. Me
gusta mucho tu nombre.
¾Gracias.
Le sonreí por última vez antes de
girarme de nuevo, pero su voz volvió a detenerme.
¾Oye, ¿y puedo invitarte yo a un
helado? O a lo que te apetezca.
Lo pensé unos segundos.
¾¿Una cerveza?
¾Hecho. Conozco un bar genial por
aquí cerca. ¿Te parece?
¾Claro.
¾Podemos irnos cuando tú quieras.
Avísame, ¿de acuerdo? Estoy con ellos – dijo con voz nerviosa mientras señalaba
un grupo de chicos cerca de mi toalla.
¾Solo tengo que recoger mis cosas,
así que… por mí podemos irnos ya.
Temí sonar demasiado ansiosa por ir
a tomar algo con él, pero la ilusión que vi en sus ojos fue suficiente para
tranquilizarme. Lo observé disimuladamente mientras se ponía la camiseta, se
colgaba la mochila al hombro, doblaba la toalla sobre su brazo y hablaba con
sus amigos. Tenía el pelo de color avellana y revuelto. Me imaginé enredando en
mis dedos los mechones que le caían desordenados sobre la frente y la nuca. Era
alto y de cuerpo atlético, y sus ojos, verdes e intensos, llenos de fuerza y
bondad, me recordaban a los bosques del norte que conocí de pequeña, esos
mágicos bosques de cuento y fantasía. Hasta entonces había intentado ignorar
los latidos descontrolados que golpeaban mi pecho, queriendo pensar que se debían
únicamente al incidente con el ladrón, pero en ese momento no pude más que
admitir que aquel chico había conseguido despertar en mí un sentimiento que llevaba
acallado mucho tiempo y que ya creía perdido.
No hablamos mucho durante el
trayecto de la playa al bar, pero una vez allí la conversación llegó sola y
terminó siendo tan intensa y fluida que perdimos la noción del tiempo. Lo más
extraño fue que comenzamos discutiendo temas menos superficiales como política,
religión y filosofía, dejando para el final lo propio de dos personas que
todavía se están conociendo: gustos, aficiones…
¾¿Y a qué te dedicas? – me
preguntó.
¾Estudio primero de Psicología. ¿Y
tú?
¾Terminé Veterinaria el año
pasado.
¾¡Vaya! Entonces tienes…
¿veintidós años?
¾Casi aciertas – rió –.
Veintitrés.
¾Yo solo tengo diecinueve.
¾No piensas como una chica de
diecinueve – añadió él con calma, seguramente al notar la inseguridad en mi
voz.
Sonreí y bajé la mirada, sintiendo
cómo se sonrojaban mis mejillas.
¾Supongo que te gustan los
animales – dije.
Se echó a reír y yo me relajé un
poco.
¾Me encantan. De hecho, soy
vegetariano.
¾¿En serio? – Noté en su expresión
que le había incomodado mi respuesta, o quizás fue un atisbo de decepción –. No
me malinterpretes, es solo que me sorprende porque yo también soy vegetariana,
y no he conocido a muchas personas que hayan renunciado a la carne.
Sus labios formaron una ligera
sonrisa. Era de noche y nos envolvían las luces del bar y las farolas y el
bullicio procedente de las mesas de alrededor. Sentía la piel pegajosa por el
agua de mar y la arena, y el pelo pesado y revuelto, pero no me importaba.
¾Voy a pedir otra ronda – dijo.
¾No, Arán. Me has invitado ya a tres
cervezas, y se supone que era yo la que debía compensarte por lo que has hecho.
¾Creo que ya he obtenido
recompensa por mi buena acción de hoy. Deja que te invite a una más, por favor.
¿O quieres irte ya?
No quería irme. Deseaba pasar el
resto de la noche hablando con él, mirándole, conociéndole. Por primera vez en
mucho tiempo sentía que encajaba con alguien, que podía compartir con él
pensamientos que normalmente me veía obligada a mantener ocultos sabiendo que a
cambio no iba a recibir una respuesta de incomprensión o indiferencia. Sentía
que por fin podía verbalizar mis verdaderas inquietudes, mis ideas, mis ambiciones,
con la seguridad de que no iba a ser juzgada. Era una sensación que hasta
entonces no conocía, y fue en ese momento cuando descubrí cuánto había
necesitado siempre sentir aquello.
¾¿Esas son las dos únicas
opciones? ¿Irme o que me invites?
¾Sabes que no. Pero, por favor,
solo una más.
¾De acuerdo. Pero solo una más.
¾Qué frase más típica. En las
películas esa expresión suele ir seguida de una enorme borrachera.
¾¿Pretendes emborracharme? – bromeé.
¾Creo que no te vas a dejar.
Arán pidió una ronda más, y cuando
nos trajeron las cervezas y cogí mi vaso, miró mis manos con curiosidad.
¾Tienes uñas de guitarrista –
observó –, largas las de la mano derecha y cortas las de la izquierda.
¾Toco la guitarra. Un poco.
¾¿Un poco?
¾Solo lo básico. Me cuesta mucho
aprender, porque una vez que sé hacer algo me dedico a eso y dejo de lado lo
que aún no domino.
¾¿Acústica?
¾Sí.
¾¿Y qué sueles tocar?
Me encogí de hombros y di un trago a
la cerveza.
¾Normalmente mis propias
canciones.
¾¡Vaya! ¿Compones y todo? ¿Y qué
estilo musical?
¾Pues… suelo hacer pop.
¾Oh… – Me sorprendió mucho su tono
de decepción y le dediqué una mirada interrogante –. ¿Y es esa la música que
escuchas?
¾No es lo que suelo escuchar. Me
gustan más el rock y el heavy metal. ¿Por qué sospecho que es justo lo que
querías oír? ¿Eres de esos que odian el pop?
¾Me temo que sí.
Entonces fui yo la que se sintió un
poco decepcionada.
¾¿Y por qué? ¿Qué tiene de malo el
pop? Quiero decir… Entiendo que no te guste, pero no comprendo esa decepción al
escuchar que compongo canciones pop.
¾Bueno, más que al pop, mi odio es
hacia la música comercial.
¾Creo que sé perfectamente la
discusión que estamos a punto de tener – sonreí –. Tú me dirás que la música
comercial es vacía e intrascendente, poco elaborada, que te da rabia que sea la
que más vende y que haya tanta gente que no sabe apreciar el complejo trasfondo
de una canción bien hecha, que no es capaz de sentir la profundidad y belleza
de cada acorde, de cada nota, de cada palabra, y que, sin embargo, sí pueda
transmitirle eso una canción insustancial, superficial, sin más objetivo que el
de hacer dinero. Y yo te diré que cada estilo musical tiene una función, que
todos son necesarios, y que una canción vacía, intrascendente, poco elaborada,
insustancial y superficial puede transmitir sensaciones importantes porque
todos tenemos un lado que es capaz de identificarse con lo vacío,
intrascendente, poco elaborado, insustancial y superficial. Y después de todo
eso, tú me dirás que no has cambiado de idea.
¾Pues quizás deberíamos ahorrarnos
el debate.
¾Eso creo.
¾¿Y cuál es tu lado que se
identifica con lo vacío, intrascendente, poco elaborado, insustancial y
superficial? No consigo verlo. Ni siquiera intuirlo. En realidad, ni siquiera imaginarlo.
Volví a sonreír.
¾Pues es una parte de mí de la que
no podría prescindir. Creo que todo mi optimismo procede de ese “lado oscuro”.
Soltó una carcajada.
¾Y a parte de estudiar Psicología,
tocar la guitarra y componer, ¿qué más sueles hacer?
¾Me encanta escribir. Empiezo
novelas que nunca termino. De hecho, empecé una hace algunos meses y el
protagonista se llama como tú.
¾¿Ah, sí?
¾Sí, suelo utilizar nombres poco
comunes y pensé que Arán le iba bien al personaje.
¾¿Por qué? ¿Es tan guapo e
inteligente como yo? – bromeó.
Me eché a reír y él me giñó un ojo.
¾Sí, aunque también es un
manipulador, un chico que siente la necesidad de jugar con otras personas, de
utilizarlas, de conocer cómo funcionan sus mentes para después manejarlos como
títeres.
¾Vaya.
¾Pero en el fondo lo hace porque
se siente vacío. Le resulta muy difícil sentir algo en su interior, y manipular
a otros despierta en él un odio hacia sí mismo cada vez más fuerte, y eso le hace
infeliz, pero es la única manera que conoce de sentirse vivo. Y más allá de
eso, mi intención con esa novela es reflejar cómo no somos realmente culpables
de lo que hacemos, ya que lo que somos, nuestra conducta y nuestra forma de
pensar depende únicamente de nuestros genes, la experiencia y la situación. El
título es Inocentes asesinos.
¾¿No crees que exista la voluntad?
¾La voluntad sí, porque tomamos
decisiones siendo conscientes de que hay más alternativas posibles. Pero, ¿de
qué depende que tomemos una decisión u otra? De nuestra forma de ser, de ver e
interpretar la situación. Y eso, desde luego, no creo que lo elijamos nosotros.
¾No estoy del todo de acuerdo.
También decidimos cómo queremos ser, podemos decidir cambiar.
¾Pero esa decisión, al igual que
las demás, la tomamos en base a cómo somos previamente.
¾Pensar eso es asumir que no somos
libres.
¾Depende de lo que entiendas por
libertad. Obviamente, no soy partidaria de pasarme la vida de brazos cruzados
porque, total, nada depende de mí.
Sus ojos recorrieron mi rostro con
curiosidad y calidez. Vi que se detenían en mis labios y eso me puso nerviosa.
Me temblaba la mano sobre la mesa, así que decidí apartarla para disimular mi
agitación, pero él me detuvo colocando los dedos encima suavemente, acariciándome.
Noté que también estaba nervioso.
¾Eres una chica muy especial. No
lo digo por decir, de verdad lo eres. Y eso… me encanta.
No sabía qué responder. Pensaba lo
mismo de él, pero no me atreví a decírselo, así que me limité a sonreír.
¾Gracias.
Antes de que pudiéramos decir nada
más, sonó su móvil y retiró la mano de la mía para sacarlo del bolsillo.
Después de una breve conversación por teléfono, que me hizo temer lo peor,
colgó y resopló.
¾Tengo que irme. Mi compañero de
piso se ha dejado las llaves dentro y no puede entrar.
¾Vaya…
¾Pronto me iré a vivir solo, el
mes que viene. Tengo muchas ganas, este chico es la persona más desastrosa que
he conocido.
¾¿Pero te quedas en la ciudad?
Sonrió al descubrir mi interés.
¾Sí. Voy a alquilar un estudio por
el centro. Ya tengo el contrato y todo, solo queda el traslado.
¾¿Ah, sí? Yo vivo en un estudio
del centro.
¾Genial, espero que podamos vernos
de vez en cuando. Si a ti te parece bien.
¾Claro.
¾Entonces… ¿podrías darme tu
número? No quiero dejar pasar la oportunidad de conocerte mejor.
¾¿Por qué no me das tú el tuyo?
¾Oh… no – dijo llevándose la mano
al pecho como si le hubiese roto el corazón, en un gesto melodramático –. ¿Vas
a hacerme esto?
¾No es lo que estás pensando. No
lo he sugerido para que no puedas contactar conmigo. Quiero volver a verte. Sé
que suena extraño, pero no recuerdo mi número y no me he traído el móvil.
¾Bueno, en ese caso… – Se inclinó
un poco hacia atrás para buscar al camarero con la mirada, y cuando lo localizó
le hizo un gesto para que se acercara – Disculpe, ¿me cobra y me presta un
bolígrafo, por favor?
El hombre sacó un boli del bolsillo
de la camisa y se lo ofreció. Después le cobró la cuenta. Arán escribió su
número en una servilleta y me la dio. Había dibujado una carita sonriente
detrás del último dígito.
¾¿Tienes Whatsapp? – le pregunté.
¾Sí. ¿Hablamos luego?
¾Hablamos luego.
Abandonamos la mesa y me acompañó
hasta la parada del autobús. Durante el paseo, más breve de lo que me hubiese
gustado, estuvo haciendo bromas sobre mi gusto musical, mientras yo no dejaba
de pensar que ojalá su compañero de piso hubiese sido menos despistado. Cuando
llegamos a la parada me agarró de la mano y tiró de ella suavemente para
acercarme a él.
¾Espero poder escuchar tus
canciones algún día – susurró, con su rostro a escasos centímetros del mío. No
podía dejar de mirar sus labios.
¾No creo que te gusten.
¾Yo creo que sí.
Con la otra mano me acarició la
mejilla y me colocó un mechón rebelde tras la oreja. Me estremecí.
¾¿Aceptarías el beso de un
desconocido? – me preguntó con dulzura, sonriendo.
¾Tal vez si es un desconocido muy
especial.
Sentí sus labios rozar los míos y
cerré los ojos. Mientras me besaba llegó el autobús, y después de un último
beso, fugaz como aquella noche, nos despedimos.
Llegué a casa recordando mis dedos
perdiéndose en su pelo y el sabor de sus labios. Había sido un día mágico.
Empecé a buscar el móvil en cuanto entré por la puerta, y cuando al fin di con
él me dispuse a guardar el número de Arán en la agenda. Pero la servilleta,
donde estaban escritos los nueve dígitos que podían llevarme a él de nuevo, no
apareció. La busqué hasta darme por vencida. Nunca llegué a encontrarla. Y pasé
el resto de aquella noche tan especial llorando hasta quedarme dormida.
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